sábado, 24 de abril de 2010

EL MISTERIO DE LAS RAYAS EN LA PARED

El misterio de las rayas en la pared

Recuerdo aquel día como si fuera hoy. Mi hermano mayor se había despedido, pues debido a la precaria situación económica que enfrentábamos en casa, había decidido ingresar al ejército y partía hacia una base militar a recibir su entrenamiento.
Mi madre nos había llamado a Pedro y a mí (que éramos los varones más pequeños de la familia) porque andaba indagando sobre no sabía qué cosa que pensaba que habíamos hecho nosotros. Yo acudí curioso y tranquilo al llamado porque no había hecho ninguna travesura que ameritara castigo. Por aquel tiempo tendría yo unos cinco años. Mi hermano Pedro, ocho.
-El que se ría, ese fue-. No bien terminó mi madre de pronunciar aquella frase, cuando yo ya me estremecía de risa, como si una mano invisible me hubiera hecho cosquillas. Fui declarado culpable sin derecho a una justa defensa. Me agarró de la oreja y acto seguido me dio una zurra que todavía hoy me sigue doliendo. Pero ahí no paró la cosa. Como cualquier niño al que le pegan, comencé a llorar, y como no me callaba, encima de aquella zurra vino una segunda para que cerrara la boca.
¡Cuánta rabia sentí! Pedro, parado junto a mí en el paredón bajo la mirada acusadora de mi madre, supo controlarse muy bien. Ya era un viejo zorro acostumbrado a hacer travesuras sin dejar rastro. Aquel día permaneció impasible a mi lado. Una vez se escuchó mi primera carcajada, fue exonerado de toda culpa y puesto en libertad de seguir jugando.
Después de recibir aquel castigo, considerado adecuado a la falta que, dicho sea de paso no cometí, fui dejado en libertad parcial, abandonado al llanto silencioso en la escalera que daba al patio. Pero aquello no se iba a quedar así. Me juré descubrir al culpable a como diera lugar y limpiar mi nombre de toda culpa… aunque ya los golpes no tenía manera de quitármelos.
Cuando estuve más calmado, me acerqué sigilosamente a la sala para observar de cerca la prueba del delito que se me imputaba. Allí, negrísimos, en la pared justo sobre el borde del sofá saltaban a la vista los oscuros y rectos trazos de los que se me había juzgado artífice.
Durante toda aquella semana estuve muy alerta al más mínimo movimiento en torno a la susodicha pared. Se volvió mi obsesión. Monté guardia sentado con mis juguetes cerca de la puerta de entrada. Por allí desfilaron los novios de mis hermanas, los compadres, algunos vecinos y familiares, pero ninguno parecía ser sospechoso del crimen.
Llegó el fin de semana. Mi hermano mayor había regresado de su entrenamiento militar con un pase y era atendido a cuerpo de rey por mis hermanas. Se sentía importante luciendo su uniforme. Tiempo después se supo que no había aprobado el examen de ingreso al ejército, pero mientras tanto, se dio la gran vida. Luego de la cena, se sentó en el sofá. En cuanto quedó solo en la sala, lo vi recostarse y tiempo después dormitar a sus anchas en el mismo mueble. Me levanté del suelo del balcón en el que jugaba para acercarme. Mis ojos enfocaban el punto en que descansaban sus botas, precisamente enganchadas sobre el borde del sofá donde aparecían las misteriosas rayas. En ese preciso instante entró mi madre, y enfocando sus ojos al mismo punto que yo, comprendió el error que había cometido. Me miró con lástima y acercándose a mi hermano mayor, como queriendo resarcir de algún modo la injusticia que había cometido conmigo, ahí, delante de mí, le dio unas cuantas palmadas simulando golpearlo mientras le decía -¡Así que fuiste tú!

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