miércoles, 18 de febrero de 2009

ENTRE DOS


Aquella tarde de viernes, a la salida del colegio, Diana caminaba totalmente ajena a lo que estaba por sucederle. Jorge, su mejor amigo, había dado muestras de interés en ella, y a decir verdad él tampoco le era indiferente, pero jamás se le ocurrió pensar en tener una relación seria con él.

Sin embargo, ese no fue impedimento para que se dejara seducir tontamente luego de haber compartido con él unos tragos bajo las gradas del parque, muy cerca de donde entrenaban los otros chicos. Para ella todo era nuevo; los besos, las caricias, el cuerpo masculino desnudo. En medio de todo se convencía de que si tenía que perder la virginidad, era mejor que fuera con él. Tenía la sensación de que para él también había sido la primera vez. A pesar de aquello, siguieron siendo buenos amigos. Tiempo después sus vidas tomaron otros rumbos y ya no supo más de él.

Era inevitable evocar aquellos recuerdos al encontrárselo nuevamente. Pero ya no eran unos adolescentes, ahora rondaban los treinta. Jorge le contó que hacía un par de semanas que estaba de vuelta en la ciudad y que contemplaba seriamente la posibilidad de regresarse a vivir allí. Ella también le contó de su vida y de sus penas de amor.

Estaba locamente enamorada de un compañero de trabajo. Tenía la corazonada de que él también sentía algo por ella, pero no se decidía a confesárselo. Se le ocurrió que podía provocarle celos con Jorge, y así hacerlo reaccionar de una vez. Quedaron en verse al otro día para ir a comer. Jorge pasaría por ella a la oficina. Era una buena oportunidad para que Flavio los viera juntos.

Todo se llevó a cabo tal como Diana lo había planificado. Cuando Jorge la llamó para avisarle que estaba afuera esperándola, ella le pidió que subiera. Lo esperó frente al ascensor y lo condujo a su oficina. En aquel momento Flavio había salido a buscar unos expedientes, por lo que ésta se entretuvo en otras cosas dándole tiempo a que regresara.

Cuando vio que Flavio se aproximaba por el pasillo, sin decir palabra, Diana se abalanzó sobre Jorge y le estampó un beso que aparentaba ser muy apasionado.
–Pero, ¿qué diablos es esto?- exclamó Flavio mientras se paraba en seco al encontrarse con la escena, visiblemente molesto.
Jorge se sobresaltó. Flavio dio la media vuelta y se retiró todavía molesto, mientras Diana cantaba victoria.
-¿Porqué hiciste eso?- preguntó Jorge estupefacto. Con una risita traviesa Diana murmuró, -¡Está celoso!
Al ver que Jorge intentaba ir tras Flavio, lo sujetó del brazo.
-Quédate tranquilo, ¡no pasa nada!-, insistió Diana.
Él se volvió, la sujetó fuertemente de los hombros, y mientras la zarandeaba le gritó, -¡Esto no se puede quedar así! ¡Flavio es mi pareja!-, y salió a toda prisa tras él, dejando a Diana boquiabierta.

TRAICIÓN


“Ahora ya no te importa verme en otros brazos. Ya no sientes aquellas sensaciones que te carcomían por dentro. Me atrevería a decir que hasta te da igual. ¡Maldita sea mi suerte! Hace mucho que dejé de ser novedad para ti. A veces, observándote de lejos, recuerdo nuestro primer encuentro. Lo tuyo conmigo fue amor a primera vista. Tus ojos se posaron en mí y ya no pudiste apartarlos. Se reflejaba en ellos el brillo del amor. Te provocaba una pasión intensa, desenfrenada.

Hiciste hasta lo imposible por tenerme a tu lado. Y cuando al fin lo conseguiste, me mostrabas como un trofeo. Tus amigos se morían de envidia y de celos por tu suerte, y yo me sentía feliz de provocar en ti aquel desmedido orgullo.

Tus padres empezaron a preocuparse. Comenzaste a descuidar tus estudios por pasar más tiempo conmigo. Vieron nuestra relación como una amenaza a tu futuro. Intentaron separarnos, pero tú no lo permitiste. Retomaste tus estudios con mayor ahínco. No estabas dispuesto a perderme. Conservo gratos recuerdos de aquellos días…

Sin embargo, creo recordar lo que marcó el principio del fin en nuestra relación. Aquel día de verano habíamos salido a divertirnos sin siquiera imaginar lo que el destino nos tenía deparado. El campo estaba precioso. El canto de las aves se escuchaba por doquier y el sol nos bañaba con sus tibios rayos. Te empeñaste en observar el paisaje desde aquella montaña. Tu mano me sujetaba fuerte mientras ascendíamos a la cima, pero un resbalón hizo que accidentalmente me soltaras y yo rodé pendiente abajo sin detenerme hasta el final. ¡Oh, desgracia! De milagro me salvé, pero tantos golpes en la caída me dejaron marcas que se quedaron para siempre, destruyendo aquella perfección que tanto amabas en mí.

Desde entonces comenzaste a mirarme con otros ojos, a buscarme con menos frecuencia. Empezaste a alternar más con tus amigos o te excusabas diciendo que no tenías tiempo, que tenías otras obligaciones, nuevas responsabilidades. Ya no te divertías conmigo. Dejé de ser una prioridad para ti. Paulatinamente me fuiste relegando de tu vida. Y hoy que siento este abandono tuyo como una pesada carga, aquí te espero fiel, porque sé que volverás. Me lo debes…”.

El sonido de llaves en la puerta interrumpió su amarga reflexión. Él había llegado. Colocó el portafolios y una bolsa de compras sobre un mueble y siguió hacia la barra mientras se quitaba la chaqueta. Se sirvió un trago y le dirigió una rápida mirada. Se le acercó y tocó sus formas como no lo había hecho en mucho tiempo. En la mirada perdida de Ignacio se podía adivinar que rememoraba momentos arrebatadoramente gratos. Por un minuto pareció que revivía el amor. De pronto le soltó y fue por la caja.

Los ojos de Ignacio brillaban como el día en que le miró por primera vez a través del escaparte de aquella tienda. De la caja emergió un costoso y reluciente auto a escala de un Bugatti EB 16.4 Veyron. Entonces tomó al viejo y magullado modelo Ford Mustang del 67, su eterno compañero de juegos de la infancia, y lo sustituyó por aquel otro –de estilizadas líneas e intacta belleza- en el estante de la sala de su nuevo y lujoso apartamento.