sábado, 24 de abril de 2010

DESHOJANDO MARGARITAS



Literalmente “deshojaba margaritas”. Tomaba la guía telefónica, anotaba direcciones, estudiaba movimientos y colándose en sus cuartos las sorprendía por la espalda.
-¿Así que te llamas Margarita? -musitaba al amordazarlas, recordando a aquella que lo había abandonado y repitiendo una y otra vez “me quiere, no me quiere; me quiere, no me quiere...” mientras las descuartizaba.

REMR
4/dic./2009

OJO POR OJO



-Por aquellos días, imperaba la Ley del Talión… -fue lo último que le escuchó decir al guía antes de agacharse y sustraer una de las piedras preciosas que recubría la máscara de aquel sarcófago. Nadie se percató del robo. El hombre tomó un taxi y cuando estuvo suficientemente alejado, sacó la joya de su bolsillo. Su distracción fue tal, que no se percató de que el vehículo había tomado otra ruta. Lo obligaron a bajar y lo golpearon hasta dejarlo inconsciente. Despertó envuelto en una total oscuridad. Pensó que lo habían abandonado en medio de la noche, hasta que se llevó las manos a los ojos y descubrió sus cuencas vacías.

REMR
8/dic./2009
113 palabras

TQM



-¿Todavía me quieres?
-Un poco.

-¡Te quiero!
-Más te vale.

Siempre que le demostraba cariño, él se hacía el loco y yo me fui acostumbrando a su manera de ser. Sus gestos y atenciones hacían obvio que me quería de cierta forma, pero nunca logré que me lo dijera directamente. Nos hicimos buenos amigos. A veces era él; a veces era yo, pero casi a diario nos buscábamos para consultarnos cualquier cosa. Yo vivía feliz de tenerlo en mi vida. Se fue convirtiendo en la luz de mis ojos. Jamás le confesé que me gustaba. Me guardé el secreto de mi atracción por él y me dediqué a cultivar las más bella amistad. Llegué a quererle más de lo que las palabras puedan decir, y lo respetaba y admiraba por la manera en que defendía las cosas en las que creía. Lo mío no era amor hacia el hombre; era más bien un entrañable cariño hacia alguien con quien mantenía una relación perfecta. La atracción estaba ahí, pero no definía mis sentimientos hacia él.

Sentía que me trataba como una reina y a veces hasta nos enfrascábamos en juegos, y aunque yo sabía que solo era de broma, me zafaba oportunamente, pues no deseaba encontrarme de repente luchando contra ilusiones vanas. Nuestra relación fue una muy sana y de gran respeto. A él le divertía llamarme de todas las formas, excepto por mi nombre… yo también lo hacía con él, con infinito cariño.

-Ya me voy, sapo.
-Ande a dormir, agüela.

Constantemente me sentía mimada y muy apegada a él, hasta que un día se molestó conmigo y me llamó la atención. Desde entonces comenzamos a distanciarnos. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Sabía que una relación como la que tenía con él no la volvería a vivir ni volviendo a nacer.

Buscando consuelo, me dediqué a releer todos los escritos que alguna vez habíamos intercambiado. Reparé en uno de los últimos. Aún hoy desconozco la razón por la que nunca llegué a leerlo completo cuando lo recibí. Fue en ese instante en el que me percaté de que por primera y única vez lo había dejado impreso. Por fin lo había confesado, pero yo lo supe demasiado tarde. Al final del mensaje, muy discretamente, como despedida con letras mayúsculas, había escrito un TQM…

A pesar de lo intransigente que era con los demás, conmigo hizo concesiones. Pero yo nunca me detuve a pensar que él también estaba dolido; jamás me puse en su lugar. Lo comprendí en las últimas frases que me dijo antes de desaparecer definitivamente. Hay heridas que nunca sanan…


REMR
11/marzo/2010

ERRORES MATEMÁTICOS Parte 2



“No hay ciencia que hable de las
armonías de la naturaleza con más
claridad que las Matemáticas.”
Paulo Carus

Ya sé que no elegí el mejor momento para salir a caminar. Ya sé que escogí el peor día para recordar la mirada de aquel desconocido en la estación del tren. No queda nada del cielo despejado que pronosticaron esta mañana en el estado del tiempo. Me lo dice la nube tempestuosa que se cierne sobre la agitada ciudad. Melancolía, nostalgia, no sé. Recuerdo la famosa frase de la canción de Sabina, Con la frente marchita: “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”.

Empiezan a caer gruesas gotas y se escurre mi peinado de salón, pero no importa. Esta tarde he salido a recordar, y aunque tenga todo en contra, quiero ser libre para dejar escapar este suspiro que ya se vuelve grito y que en el pecho duele más que el olvido de aquella mujer en la melodía de Joaquín. ¿Dónde habrá ido a parar aquel hombre que me dejó grabada la mirada? Si tan solo supiera que él también lleva un platónico recuerdo de mis ojos, sería un gran consuelo…

No sé cómo he venido a parar nuevamente a la estación del tren. Las gotas de lluvia escurriendo por mi cara como lágrimas silentes lloran su duelo por lo que pudo haber sido y no fue. Qué triste es aceptar que en el plano cartesiano de la vida quizá nos podamos cruzar sólo una vez. Me siento en un banquito a observar a la gente en vaivén. El tren que se traga y vomita a esa masa amorfa que es sólo un juguete del destino… del azar… del libre albedrío.

Suspiro profundo mientras busco inútilmente en mis bolsillos algo con qué secarme. De pronto, como un rayo, me golpea la realidad. Pido disculpas a Descartes, descarto su famoso plano cartesiano, en el que las rectas perpendiculares sólo se intersecan en un punto por más que se extiendan hacia el infinito y redescubro que la vida es tan impredecible como el clima.

Ante mí, brazo extendido y ofreciéndome un pañuelo, el hombre de la mirada inolvidable me ilumina el alma y dentro del pecho el corazón salta.

REMR
21/feb./2010

ERRORES MATEMÁTICOS



Me sobrecoge la sensación de estar perdida, ausente, en actitud contemplativa deseando encontrar el porqué de las cosas… deseando entender por qué dos seres, dos rectas que se abren paso en tiempo y espacio en esta experiencia que llamamos vida, de pronto y sin previo aviso, de entre un sinfín de posibilidades, se intersecan en un punto. En el plano cartesiano de la vida surge un origen, un punto de intersección, y de pronto caemos en un abismo existencial sin saber a qué atenernos…

Se encuentran tus ojos con los míos. Y con la angustia de saber que las rectas se extienden hacia el infinito sin volver a intersecarse nunca más, nos enfrentamos al hola y el adiós en un mismo instante, en un microsegundo… el tiempo que toma grabarme tu mirada cuando yo abandono y tú te dispones a abordar el mismo tren. Me alejo sin mirar atrás con la sensación de que eres importante. Una sensación que me pesa tanto que apenas me permite seguir adelante, pero sigo, porque no tiene lógica lo que siento. No me detengo, no miro atrás, pero presiento que si lo hiciera me volvería a encontrar con tus ojos.

Suspiro… ¿Por qué te recuerdo en esta hora? ¿Acaso en algún punto del planeta también tú me estarás recordando? Si tan solo hubiera obedecido mi instinto…

REMR
1/nov./2009

HOMBRE NUEVO


Con la mirada perdida y una sonrisa de satisfacción, Carlos se sumió en los recuerdos mientras le acariciaba el cabello con infinita delicadeza.

“¡Cómo has modificado mi vida! Con tu llegada se operó un milagroso cambio en mi interior y junto con él, mi exterior resplandeció. Comencé a verlo todo con otros ojos, a tener más confianza en mí. La gente a mi alrededor lo notó de inmediato. Los escuchaba murmurar a mis espaldas, pero realmente me tenía sin cuidado lo que pensaran. Nada importaba mientras estuvieras conmigo. Luego de años de soledad y retraimiento me atreví a salir de mi burbuja. Tú trajiste la felicidad a mi vida. Gracias a ti soy un hombre nuevo. Parece increíble que hoy se cumpla un año...”

Despertó de sus cavilaciones, se situó frente al espejo y se entregó de lleno al ritual mañanero de peinar los cabellos del peluquín que en breve ocultaría su prematura calvicie.

REMR
3/ene./2010

CELOS



CELOS

Querido esposo:

Por estos días me has tenido totalmente abandonada. Hasta hoy no he sabido competir con esta pasión tuya por la música. Mis amigas no pueden creer que prefieras poner tus manos en las frías teclas de un piano a deslizarlas por mis curvas. Ha de ser que no estamos en sintonía, porque sospecho que esa excitación que sientes por los sonidos que tus dedos crean, es la que siento yo por ti.

No tienes idea de lo que me duele ver vacío noche tras noche tu lado de la cama mientras escucho de fondo el sonoro gemido que arrancas del piano. Te confieso que he sentido unos celos terribles, que he estado a punto de destruir tu instrumento… ese que me roba tu atención y tu tiempo. Pero no, no lo haré. Eres un virtuoso, lo reconozco, y no he de privar al mundo de tu don.

Es por eso que hoy he decidido tomar cartas en el asunto de una manera más creativa. Porque “Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña…”



REMR
2/dic./2009

EL TATUAJE


EL TATUAJE

A Dumas no le gustaban los tatuajes, sobre todo desde que notó la calavera en el brazo de Orestes. Orestes era el hombre que vivía con Jimena, la mujer a la que Dumas había amado secretamente toda la vida. Nunca se atrevió a confesarle su amor. Su tartamudez, sus gruesos lentes y su torpeza, lo habían vuelto un ser inseguro a pesar de su gran inteligencia.

Dumas, Jimena, Javier y su gemelo Orestes, habían crecido en el mismo barrio. De pequeña, Jimena comenzó por mostrar interés en Javier, pero cuando los padres de éste se divorciaron -y el padre se lo llevó lejos- ésta se apegó más al otro gemelo. Conforme iban creciendo, se hacía evidente la preferencia de Jimena por Orestes, que era físicamente mucho más agraciado que Dumas, que además se había vuelto retraído y solitario.

Tras salir de secundaria, Jimena y Orestes decidieron vivir juntos… y se instalaron en una casa en la misma calle que vivía Dumas. Con el paso de los años la convivencia entre ellos se hizo insoportable. A Dumas le hervía la sangre cada vez que escuchaba a lo lejos las peleas y los gritos provenientes de aquella casa. Todos en el barrio sabían que Orestes la golpeaba y que ella sólo continuaba a su lado por temor a que cumpliera sus amenazas.

Pero una de aquellas noches en que Orestes había llegado ebrio, y los gritos de Jimena rasgaban el silencio, Dumas tomó una firme determinación. Era ahora o nunca. Se vistió y se dirigió a casa de Jimena. Para cuando estuvo a un par de metros de la casa, ya habían cesado los gritos. Al llegar, encontró la puerta abierta. Entró sigilosamente sin percatarse de la valija a su derecha. Allí estaba Jimena, sollozando en el sofá. A poca distancia de ella estaba el maldito. Nadie se percató de su presencia, lo que Dumas aprovechó para acercarse a ellos. Al ver la reluciente hoja del cuchillo, Jimena saltó como un resorte, pero no tuvo tiempo de pronunciar palabra antes de que Dumas lo hundiera en el costado del hombre, que cayó de inmediato al suelo.

A Dumas le pareció increíble que Jimena todavía sintiera lástima por su agresor, al verla llorar histérica sobre su pecho. En ese momento, el eco de una maldición hizo que Dumas girara hacia la puerta de una de las habitaciones. Mirando la escena desde el umbral, estaba Orestes. La calavera en su brazo esta vez parecía reír…

REMR
3/dic./2009

EL MISTERIO DE LAS RAYAS EN LA PARED

El misterio de las rayas en la pared

Recuerdo aquel día como si fuera hoy. Mi hermano mayor se había despedido, pues debido a la precaria situación económica que enfrentábamos en casa, había decidido ingresar al ejército y partía hacia una base militar a recibir su entrenamiento.
Mi madre nos había llamado a Pedro y a mí (que éramos los varones más pequeños de la familia) porque andaba indagando sobre no sabía qué cosa que pensaba que habíamos hecho nosotros. Yo acudí curioso y tranquilo al llamado porque no había hecho ninguna travesura que ameritara castigo. Por aquel tiempo tendría yo unos cinco años. Mi hermano Pedro, ocho.
-El que se ría, ese fue-. No bien terminó mi madre de pronunciar aquella frase, cuando yo ya me estremecía de risa, como si una mano invisible me hubiera hecho cosquillas. Fui declarado culpable sin derecho a una justa defensa. Me agarró de la oreja y acto seguido me dio una zurra que todavía hoy me sigue doliendo. Pero ahí no paró la cosa. Como cualquier niño al que le pegan, comencé a llorar, y como no me callaba, encima de aquella zurra vino una segunda para que cerrara la boca.
¡Cuánta rabia sentí! Pedro, parado junto a mí en el paredón bajo la mirada acusadora de mi madre, supo controlarse muy bien. Ya era un viejo zorro acostumbrado a hacer travesuras sin dejar rastro. Aquel día permaneció impasible a mi lado. Una vez se escuchó mi primera carcajada, fue exonerado de toda culpa y puesto en libertad de seguir jugando.
Después de recibir aquel castigo, considerado adecuado a la falta que, dicho sea de paso no cometí, fui dejado en libertad parcial, abandonado al llanto silencioso en la escalera que daba al patio. Pero aquello no se iba a quedar así. Me juré descubrir al culpable a como diera lugar y limpiar mi nombre de toda culpa… aunque ya los golpes no tenía manera de quitármelos.
Cuando estuve más calmado, me acerqué sigilosamente a la sala para observar de cerca la prueba del delito que se me imputaba. Allí, negrísimos, en la pared justo sobre el borde del sofá saltaban a la vista los oscuros y rectos trazos de los que se me había juzgado artífice.
Durante toda aquella semana estuve muy alerta al más mínimo movimiento en torno a la susodicha pared. Se volvió mi obsesión. Monté guardia sentado con mis juguetes cerca de la puerta de entrada. Por allí desfilaron los novios de mis hermanas, los compadres, algunos vecinos y familiares, pero ninguno parecía ser sospechoso del crimen.
Llegó el fin de semana. Mi hermano mayor había regresado de su entrenamiento militar con un pase y era atendido a cuerpo de rey por mis hermanas. Se sentía importante luciendo su uniforme. Tiempo después se supo que no había aprobado el examen de ingreso al ejército, pero mientras tanto, se dio la gran vida. Luego de la cena, se sentó en el sofá. En cuanto quedó solo en la sala, lo vi recostarse y tiempo después dormitar a sus anchas en el mismo mueble. Me levanté del suelo del balcón en el que jugaba para acercarme. Mis ojos enfocaban el punto en que descansaban sus botas, precisamente enganchadas sobre el borde del sofá donde aparecían las misteriosas rayas. En ese preciso instante entró mi madre, y enfocando sus ojos al mismo punto que yo, comprendió el error que había cometido. Me miró con lástima y acercándose a mi hermano mayor, como queriendo resarcir de algún modo la injusticia que había cometido conmigo, ahí, delante de mí, le dio unas cuantas palmadas simulando golpearlo mientras le decía -¡Así que fuiste tú!