miércoles, 18 de noviembre de 2009

EL REGALO DE MARGARITA

Margarita me la regaló cuando advirtió que no cejaría en mi empeño de dedicarme a las letras…

Le agradecí el gesto y coloqué sus dos obsequios sobre la mesa junto a los otros que había recibido esa noche. Supe que deseaba que los abriera frente a ella cuando se me quedó mirando callada sin moverse un centímetro de mi lado. Entonces los tomé de nuevo. Ella me indicó el que deseaba que abriera primero. Se trataba de una bonita bufanda. Sonrió diciendo que así se aseguraba de que me protegiera en las tardes frías. Luego me dispuse a abrir el segundo. Retiré con cuidado el papel de regalo que lo cubría. Abrí el delgado estuche negro y en su interior una fina pluma dorada con detalles en colores relució ante mis ojos. Le agradecí sonriente una vez más y le estampé un dulce beso en los labios.

Mientras la tomaba de la cintura para bailar, me relató cómo había llegado la pluma a sus manos. Estando en el mercado, caminaba entre la gente buscando algo bonito y especial para obsequiarme, cuando de pronto un hombre aparentemente distraído tropezó con ella y la derribó. Mientras éste se disculpaba y la ayudaba a poner en pie, ella pudo observarlo con detenimiento. El hombre, de hablar correcto, parecía algo atormentado. Lucía ropas finas, sin embargo, su aspecto era deplorable. Se veía desaliñado; sus ropas estaban estrujadas, el cabello despeinado, llevaba una barba de varios días y unas marcadas ojeras. Luego de las disculpas, el hombre siguió su camino. Fue entonces que Margarita se dio cuenta de que el caballero había perdido su pluma. Se giró para devolvérsela pero éste ya había desaparecido entre la multitud. Al darse cuenta de lo difícil que resultaría volver a encontrarse con aquel hombre, resolvió regalármela para que la utilizara ahora que comenzaba una nueva etapa de mi vida. Acerqué mi boca a su oído y le susurré que de aquella pluma saldrían las historias que me convertirían en corto tiempo en un escritor tan famoso como Velizán Berclaud.

Disfruté cada segundo de aquella despedida que me ofrecían mis amigos. Al día siguiente partía a encontrarme con mi destino. Abandonaba mi amada ciudad de Ventura y me mudaba a la capital buscando mejores oportunidades. También pensaba en mi futuro con Margarita. Y a pesar de que ella veía cuesta arriba que se cristalizara a corto plazo mi deseo de vivir del producto de mis escritos, me apoyaba incondicionalmente, pues había sido mi habilidad con las letras la que la había conquistado. Cuando al fin me quedé solo, terminé de empacar cerciorándome de llevar conmigo el regalo de Margarita.

Llegué temprano a la estación, compré mi boleto y el diario y me senté a leer en una banca. Cuando llegó la hora de abordar, ya acomodado en el tren, me quité el sombrero y me recliné en mi asiento dispuesto a descansar durante el viaje. No había cerrado bien los ojos cuando un impulso irresistible me obligó a incorporarme. Sentí una urgencia imperativa de escribir. Instintivamente me llevé la mano al bolsillo de la chaqueta y saqué la pluma. Extraje un cuaderno de mi maletín y comencé a vaciar en el papel una retahíla de oraciones que parecían venir de un rincón de mi cabeza que no alcanzaba a reconocer. Aquella euforia creativa me mantuvo ocupado prácticamente todo el tiempo que duró el viaje. Cuando por fin fui liberado de la extraña posesión, me sentía exhausto. Al llegar a la estación guardé el cuaderno en el maletín y me dediqué a ponerle fin al hambre que me atacaba con una suculenta cena en una fonda cercana antes de instalarme en el que sería mi hogar de ese día en adelante.

Ya en la habitación, sólo tuve deseos de tirarme a la cama. No desperté hasta la tarde del día siguiente. Busqué el escrito en mi maletín y lo leí con calma por primera vez. Me pareció muy bueno. Luego salí a dar un paseo para conocer mi nuevo entorno. En la noche me encontré con algunos amigos escritores que me habían precedido en el viaje a la capital para que me orientaran sobre los lugares a los que debía presentarme y las puertas que debía tocar. Redacciones de diarios y revistas de literatura, casas editoriales; probaría suerte en lugares que esperaba me brindaran la oportunidad de catapultarme hacia el éxito en el menor tiempo posible. Ya me veía codeándome con los grandes, convertido en la nueva celebridad de las letras. En aquella reunión también me enteré de que el famoso escritor venturino Velizán Berclaud –a quien yo admiraba, y del que había leído prácticamente toda su obra– había fallecido hacía varios días. La causa de la muerte no había sido revelada. La noticia me dejó consternado.

En cuanto pude, le escribí a Margarita contándole sobre mis nuevas experiencias y asegurándole que mi corazón era suyo por toda la eternidad. Pasarían días antes de recibir su respuesta. Esperaba no tardar en tenerle buenas noticias. Ya me urgía tenerla cerca nuevamente.

El dinero que había traído de Ventura se iba diluyendo, por lo que poco tiempo después de llegar, y gracias a la intervención de un amigo, conseguí trabajo como editor de noticias en un diario. Una noche llegué tan cansado que solo pensaba en tirarme a la cama, pero algo cambió mis planes. Nuevamente se apoderó de mí aquella euforia creadora que había experimentado en el tren. Los ojos se me cerraban, pero una fuerza superior a mi voluntad me empujaba a escribir. Tomé la pluma y empecé poseído por algo que desconocía pero que no me permitía detenerme. Me sentía esclavo de aquella fuerza y aunque mentalmente desfallecía, mi cuerpo soportaba extrañamente los mandatos de continuar creando una historia que era totalmente ajena a mí. Me abandonó en horas de la madrugada. Me dejé caer rendido en la cama. Me quedé dormido casi al instante. Al día siguiente me levanté tarde y tan cansado que decidí ausentarme del trabajo. En lo que estaba listo el café me di un rápido baño para desperezarme. Mientras bebía, leí lo que había escrito la noche anterior. Era increíble, pero no recordaba nada de aquello. Algo muy extraño me estaba sucediendo… y no comprendía qué.

Teniendo libre el resto del día, decidí presentar mis escritos a una casa editorial. Luego me fui a caminar por los alrededores intentando relajarme. De camino a la casa me detuve a comprar un frasco de tinta, pues sabía que de un momento a otro la iba a necesitar. Al llegar coloqué el frasco sobre la mesa, tomé la pluma en mis manos y empecé a garabatear en una hoja en blanco. Entonces reparé en el color poco común de la tinta. Era oscura, sí, pero al secarse los bordes de los trazos adquirían un color poco común. Me dispuse a ejercitar mi mente intentando escribir sin la influencia de aquel trance. Estuve horas frente al papel sin lograr siquiera una oración que me convenciera. La musa se negaba a presentarse. Me di por vencido y me ocupé en otras cosas. En unos días debía acudir a la editorial para conocer su decisión en relación a mis escritos. A pesar de no sentirlos míos, les tenía fe. Después de todo habían salido de mi pluma.

Una semana después recibía la noticia; la editorial estaba interesada en mi trabajo. Específicamente escogieron los que había escrito bajo el influjo de aquello que me había dado por llamar trance. Me dijeron que creían que tenía posibilidades y me pidieron que continuara escribiendo. Yo estaba eufórico, deseoso de contarle a Margarita que iba por buen camino. Pero, ¿sería yo capaz de generar a mi voluntad escritos comparables a los que había creado bajo los efectos del supuesto trance? ¿Seguiría visitándome aquella fuerza misteriosa que me obligaba a escribir? Eso estaba por verse. Por lo pronto ya había dado el primer paso. Por esos días recibí carta de Margarita. En ella me revelaba algo sorprendente. El sujeto con el que se había tropezado y al que aparentemente le pertenecía la pluma, era nada menos que Azael Garlekin, un escritor de renombre, muy amigo de Velizán Berclaud. Ella lo había reconocido al verlo en varios reportajes relacionados con la muerte del famoso escritor. Mientras meditaba distraído en las palabras de Margarita, al observar el frasco de tinta me pareció que se evaporaba sin que hubiera llegado a usarla…

Me había prometido leer el nuevo libro de Berclaud; su autobiografía. Habían encontrado el borrador y se habían apresurado en publicarla aprovechando el interés generado por su muerte. Una tarde, luego de salir del trabajo, me detuve en una pequeña librería cercana. Conseguí allí el libro que buscaba. Su título me impactó: LA SANGRE POR LAS LETRAS. Estaba ansioso por comenzar su lectura. Al llegar a casa solté todo lo que traía, tiré la chaqueta sobre un mueble y seguí rumbo a la cocina a preparar café. Estaba dispuesto a amanecerme leyendo. Se trataba de la vida de mi escritor favorito, al que desgraciadamente no había alcanzado a conocer. Instalado cómodamente en el sillón me sumergí de lleno en la lectura.

Berclaud comenzaba su autobiografía relatando hechos referentes a su nacimiento en Ventura junto con infinidad de pasajes de su infancia y adolescencia. Varios capítulos más adelante, haciendo alusión a sus años de juventud, se dedicó a contar con lujo de detalles su recién descubierto interés por la escritura…
Con el correr de las semanas, los diarios habían hecho pública la causa de la muerte de Berclaud, infarto al miocardio. Se trataba de la muerte del músculo cardíaco por falta de sangre. Era una causa de muerte común. Berclaud descansaba en paz. Sería recordado y venerado por sus obras durante muchas generaciones. Había tenido lo que había querido; ser prolífico y famoso. Mi admiración por él era grande. Ansiaba llegar a ser tan reconocido como él, pero sabía que para ello debía trabajar duro. Con ese pensamiento en mente me acomodé en mi silla pluma en mano. La hoja en blanco parecía burlarse de mí. Llevaba días sin poder escribir, cosa que me atormentaba. Al final siempre acababa por desistir aduciendo que en otro momento llegaría la inspiración. Pero la inspiración que antes nacía de mí, no llegaba. En su lugar se apoderaba de mí aquel trance que me abstraída de todo, incluso de mi propia voluntad y me obligaba como esclavo a escribir sin parar por horas. A pesar de que reconocía la calidad de los escritos, esto me molestaba grandemente. Me sentía un impostor.

Al fin estuvo listo mi primer libro para salir al mercado. No me sentía orgulloso como todos pensaban, pero no me quedaba sino aparentar estar satisfecho y aceptar los elogios con una amplia sonrisa. Las críticas entre los conocedores que tuvieron acceso a la obra antes de salir a la venta oficialmente, habían sido muy buenas. Incluso, me habían comparado con Berclaud, cosa que me llenó de satisfacción, pues aunque secretamente me sintiera vacío, estaba dispuesto a usar de trampolín la oportunidad que me brindaba esta nueva notoriedad. Todo esto había conseguido hacerme olvidar un poco el frágil estado de salud que me aquejaba por aquellos días. Hacía meses que no me venía sintiendo bien y aunque desconocía la verdadera razón de mis achaques, se los adjudiqué al cambio de aires. Al parecer aún no me acostumbraba a la nueva ciudad. Tampoco podía explicarme la procedencia de aquellas diminutas manchas que aparecían de vez en cuando en mis escritos, en mi ropa y en mi mesa.

El día de la presentación lamenté no tener a Margarita conmigo. Le hubiera encantado estar entre toda aquella gente importante tal como lo habíamos soñado tantas veces. De todas maneras me acompañaba espiritualmente. Ya vería ella mi foto en los diarios y seguramente en un par de días estaría recibiendo mi novela. Además, si todo salía como lo planeaba, pronto estaría conmigo acompañándome a todos mis eventos futuros. Me habían conseguido el Salón Dorado del Palacio de las Letras, salón que había sido lugar de importantes presentaciones literarias, incluidas las de Velizán Berclaud. Las paredes estaban llenas de fotos de los más famosos escritores del país. Me detuve a mirar una en la que aparecía Berclaud el día en que le habían entregado el Premio Literatos, máximo galardón otorgado a los escritores en nuestro país. A un costado de ésta se exhibía otra en la que el escritor aparecía firmando una de sus novelas. Me quedé sorprendido cuando reparé en su pluma. Era exactamente igual a la mía. Supuse que la mía se trataba de alguna imitación.

Dadas las críticas positivas que había recibido mi libro, importantes personalidades de las letras se habían dado cita. Entre ellas se encontraba Azael Garlekin. Todo fluyó a mi entera satisfacción. La actividad quedó muy lucida y mi libro estaría disponible en las estanterías a partir del siguiente día. Luego de terminada la actividad intercepté a Garlekin. Como amigo de Berclaud, seguramente tendría alguna cosa que decirme, algún consejo que darme sabiendo que yo había sido comparado con éste.

Azael no se parecía en nada a la descripción del hombre desaliñado que me había dado Margarita. En esta ocasión se veía impecable. Nos confundimos entre los invitados. Nos detuvimos en una esquina del salón y me comentó que había leído mi obra. Igual que los otros, la comparó con la de su amigo. En ese momento le agradecí y aproveché para preguntarle sobre él. Una expresión sombría se dibujó en su rostro. Sin embargo, comenzó a hablar como quien ya no aguanta más una pena… o guardar un secreto. Quizá me vio como a un interlocutor inofensivo, o como a un colega al que podía confiar aquel insólito secreto. Después de todo reconocía en mí algo de su amigo; era evidente que le simpatizaba. No necesité presionarlo para que comenzara a hablar…

–A pesar de sus ochenta y cinco años, su mente no paraba de crear, y su cuerpo no soportó más el ritmo que llevaba. Se había vuelto, como él bien decía, un esclavo –me empezó a contar–. Todo había comenzado a raíz de un juego en la Amazonia. Aquel día marcó su vida para siempre. Gracias a eso se volvió todo lo famoso que quiso, pero junto con la fama llegó la tan repudiada esclavitud. Pasaba horas creando, poseído por un trance que no le permitía ser él. Al principio le pareció divertido, luego se dio cuenta de que no era dueño de su vida. Declinó renunciar por amor a la fama, por lo que quedó a merced de aquella fuerza que lo dominaba–.

A medida que Garlekin iba relatando la parte de la historia que él había vivido con su amigo, yo iba recordando simultáneamente lo que había leído en su autobiografía…

Luego de completar su carrera en leyes, al comunicarle a su padre (hombre adinerado y complaciente con su prole) su deseo de convertirse en escritor, éste quiso hacerle un regalo único a su hijo. Mandó fabricar una pluma especial para él que ostentara singularidad y belleza. Para ello comisionó a un famoso diseñador de joyas en el exterior. Tan pronto estuvo lista, se la entregó como regalo en celebración de su vigésimo quinto cumpleaños. De esa manera había llegado la pluma a las manos de Berclaud. Años más tarde, el excéntrico escritor, de excursión por la Amazonia, se encargó de darle matices míticos a su pluma, creando una madeja de historias en torno a ella.

Relataba que había pedido a uno de sus guías que lo llevara ante un brujo que vertiera un hechizo sobre la pluma que lo volviera literariamente prolífico y famoso. Más tarde confesó que su interés real había sido conocer la forma de vida de la tribu, cosa que más adelante pensaba utilizar como material para nuevos escritos. De todas maneras no le incomodó la atención de la prensa a su singular historia. Sin embargo, lo cierto fue que sí se dio el encuentro y se celebró el ritual. Después de llevar un rato entre saltos y balbuceos ininteligibles, el brujo tomó la mano izquierda de Berclaud y abriéndole una pequeña herida en el dedo índice exprimió una gota de sangre que dejó caer sobre la pluma. Luego pronunció unas palabras que el guía no llegó a traducir. Momentos después, cuando ya se habían alejado del lugar, Berclaud inquirió su significado. El guía lo miró a los ojos y musitó, “la sangre por las letras”, y ya no dijo más. Berclaud quedó desconcertado, pero al ver que el guía no tenía intenciones de dar explicaciones, decidió obviar el incidente. Casualmente después de aquel viaje habían surgido sus mejores obras. Su estilo cambió radicalmente, su carrera como escritor despegó y comenzó a cosechar fama y reconocimientos por sus trabajos, tal como lo evidenciaban los capítulos subsiguientes. Me desconecté de los recuerdos para continuar escuchando a Garlekin…

–Luego de muchos años, envuelto en arranques de cordura, intentó deshacerse de la maldición, pero esta siempre conseguía la manera de regresar a él. No le quedó más remedio que aceptar su suerte. Esa fuerza demandaba tanto de él que su cuerpo se fue quebrantando poco a poco. Me confió su secreto un día en que se sentía vulnerable, solo y cansado. Pasé a su lado sus últimos días, cuando ya postrado no era capaz de levantar siquiera la mano. Aún así aquella fuerza maldita seguía intentando hacerlo escribir. Aquello duró hasta que descubrí la parte del secreto que ni siquiera él conocía. La razón por la que había enfermado tanto jamás la hubiera imaginado de no ser porque yo mismo presencié aquello… –no podía disimular la perturbación que le provocaba hablar del tema–.

Recordé que ya al final del libro, el último capítulo recogía las experiencias cercanas a su muerte. Berclaud relataba haberse sentido esclavo de su talento, haciendo hincapié en que la fama le había costado sudor y sangre. Mientras más famoso se volvía, más se quebrantaba su salud. A este hecho le atribuía sus escasas apariciones en público a través de los años. Sentía que su final estaba cerca. Le agradecía a su mejor amigo, Azael Garlekin, haber estado presente en el ocaso de su vida. Azael proseguía su relato…

–Uno de sus últimos días lo dejé dormido y me retiré un momento a mi casa a arreglar unos asuntos pendientes. Regresé sin ser visto. Cuando me acerqué a la habitación lo encontré sorpresivamente sentado de espaldas a la puerta. Me aproximé silencioso ocultándome tras un armario. Desde allí pude observarlo ¡extrayendo su propia sangre! Acto seguido la mezcló con tinta y con aquella mezcla reabasteció la pluma. Al darme cuenta de que mi desdichado amigo no era conciente de lo que estaba sucediendo, decidí callar. Esa fue la última vez que lo vi erguido. Después de aquello se sumió en un sueño profundo del que jamás despertó. El día en que murió tomé la pluma dispuesto a destruirla junto con el maleficio del que era objeto, pero de camino a la fundición la perdí. Dios quiera que ningún desdichado esté corriendo la suerte de mi amigo…

Garlekin calló. Toqué la pluma por encima de mi chaqueta. Me percaté de que en muy poco tiempo necesitaría ser nuevamente reabastecida de tinta. De camino a la casa me detuve en un puente y desde lo alto la dejé caer a las turbias aguas. La perdí de vista. Continué mi camino albergando la esperanza de volver a mi simple realidad. Regresé a casa aliviado. Días después recibí un paquete. No traía remitente ni venía acompañado de nota alguna. En su interior, reluciente como el primer día, venía el objeto maldito. Un miedo atroz estremeció todo mi cuerpo. Mi suerte estaba echada, ahora era mi turno de dar LA SANGRE POR LAS LETRAS…

REMR
7/dic./2008

sábado, 7 de noviembre de 2009

LOCURA TEMPORAL


Agua salada… y olas, muchas olas, que con su ir y venir parecían arrullarle. Recordaba la infinidad de veces que el destino la había arrastrado hasta allí. Procuraba guardar los recuerdos bonitos, como cuando de niña acercaba los caracoles a su oído para escuchar la canción del mar. Mientras sus pies iban dejando un caminito sobre la arena tibia, la espuma, juguetona, se empeñaba en borrar sus huellas.

Si pudiera hacer lo mismo conmigo no quiero compañía que ese tipo se largue y no me moleste quiero estar sola lárgate estúpido búscate tu propia playa y déjame sola no quiero sentirme así este dolor no se va quiero morir aquí mismo ahogada me asusta la muerte.

La brisa empezaba a sentirse fría. Ya se vislumbraba la silueta incompleta de la luna. Los bordes del cielo comenzaban a teñirse de gris. Ensimismada en sus pensamientos, no reparaba en nada a su alrededor. Solo la congoja la habitaba y ese deseo febril de muerte que no podía entender. Mientras tanto seguía su paseo unas veces cabizbaja, otras con la mirada perdida en el horizonte.

Las tardes siempre le habían parecido tristes, pero las otoñales aún más. Y ahora le parecía que hacían perfecto juego con su hondo pesar. Subió al tablado, se sentó en un banco y se calzó las sandalias. El borde de su vestido se había humedecido con las salpicaduras de las olas. Respiró profundo. El olor a salitre le llenó los pulmones. En ese momento, una mujer con un niño se le acercó y quiso entablar conversación con ella.

Que le parecerá tan divertido a esta mujer que anda tan sonriente le podría quitar al niño tirarlo por el barandal y que se ahogue a ver si se sigue sonriendo si supiera lo loca que estoy ni se me acercaría como será el papá de ese niño debe ser guapo porque a ella no se parece es fea me largo no tengo motivos para estar feliz me quiero morir que me deje en paz me quiero ir a casa.

Subió a su auto y se alejó de allí lo más rápido que pudo. Quería estar sola con su tristeza. Nuevamente se dejó invadir por aquel delirio y otra vez sintió en sus labios el agua salada que creyó haber dejado atrás. Pero esta vez no se trataba de agua del mar. Ni siquiera sabía por qué lloraba.

Tan pronto llegó a la casa, quiso quitarse esa sensación pegajosa que le había dejado la brisa del mar. Fue retirando sus prendas una a una. Se miró al espejo, se recogió el cabello y se metió a la ducha. Abrió la llave, ajustó la temperatura del agua y se colocó bajo el chorro. Entonces, en la serenidad de cuerpo y mente, reparó en el leve dolor en el vientre mientras un hilillo rojizo se deslizaba por entre sus piernas hasta perderse cañería abajo.

EL GRITO


Su grito desquiciado me asusta y lo golpeo en un acto reflejo. Entonces su alarido se incrementa, llegando a decibeles que me hacen estremecer hasta los huesos. Su actitud desafiante me enerva. Intento silenciarlo y pierdo el balance. Ambos rodamos por el suelo, enfrascados en lo que aparenta ser una lucha sin cuartel. Finalmente logro alcanzarlo y de un manotazo lo hago callar... ¡Maldito despertador!

NUESTRO SECRETO


A mi padre no lo conocí. Mi madre murió cuando yo era muy chico, por lo que quedé al cuidado de mis abuelos maternos. Crecí rodeado de tíos y primos. Y a pesar de que la vida era muy dura, puedo decir que fui feliz. Mi tiempo se dividía entre obligaciones y travesuras… más travesuras que obligaciones. A mis ocho años no iba a la escuela, por lo que me sobraba tiempo para perderme por el vecindario y curiosear. Pero eso empezó a cambiar cuando uno de mis tíos solteros se enamoró de una vecina. Entonces nos ponía a Esteban, mi primo, y a mí, que éramos los sobrinos mayores, a hacer parte de sus tareas en lo que le calentaba la oreja a la jovencita. Una de esas tareas era moler el café.

Una tarde en que la mocita pasó frente a la casa, de camino al pozo a buscar agua, mi tío la divisó. Nos llamó a Esteban y a mí a viva voz. Nosotros, que jugábamos por los alrededores, observamos de lejos la movida, nos miramos y acudimos con fastidio a su llamado. Nos iba a tocar moler el café para todo el mes siguiente. Nuestro tío nos dio la directriz y de inmediato se escabulló tras ella.

No nos quedó más remedio que empezar a cumplir la tarea encomendada. Tomé el saco con los granos de café y comencé a vaciarlos en el enorme pilón – un trozo de tronco de árbol con un hueco profundo en medio – y Esteban comenzó a golpearlos con un pesado madero. Mientras esperaba el momento de reemplazar a mi primo, me entretuve jugueteando con un lagartijo que se había asomado a la ventana del granero. Intenté atraparlo pero éste se me escapó saltando por todo el lugar. Yo seguía tras mi presa, que ya se había encaramado sobre una mesa y se balanceaba amenazando con saltar al pilón. En ese momento a Esteban le sobrevino un estornudo y viró instintivamente la cara por unos segundos, tiempo suficiente para que el lagartijo se perdiera pilón abajo junto con los granos de café. Intenté advertirle a Esteban que se detuviera, pero el madero ya iba de bajada con toda la fuerza de su peso y el grito se me ahogó en la garganta.

Al entender lo que había sucedido, mi primo me miró con cara de espanto y levantó poco a poco el madero. Nos asomamos los dos a la vez y allí estaban los trocitos maltrechos del pobre animal esparcidos entre la harina de café. Sacamos todos los restos visibles, pero tanto él como yo sabíamos que con ellos no hubiéramos podido reconstruirlo completo. Guardaríamos el secreto, pues si alguien se enteraba no íbamos a poder librarnos de un castigo.

Durante todo el mes siguiente me resistí a tomar café, y como era algo enfermizo nadie me obligó. Pero Esteban no corrió con la misma suerte. Yo, sentado al otro lado de la mesa, podía ver cómo se le dibujaba una mueca de náusea con cada sorbo y luego me miraba con resentimiento. Sin embargo, cada vez que veíamos a mi tío empinarse gustoso la taza humeante, ambos reíamos secretamente…

LA MAGIA DEL AZOGUE


Acudí presta a la invitación de mi amiga Alicia. Su mensaje de voz llegó en la mañana, a través del espejo mágico de la madrastra de Blancanieves. Siempre que la visito me siento extraña cruzando el espejo, pero tengo que admitir que me encanta el País de las Maravillas.

Nos sentamos sobre unos hongos gigantes a tomar el té. Ella reía divertida observando las mil y una muecas que hacía Drácula frente al espejo, frustrado al no poder ver su reflejo.

Mientras tanto, Da Vinci, que observaba a corta distancia, garabateó algo en un papel y se lo entregó al vampiro. Éste, al no entender lo que decía, lo sujetó a la altura de su pecho y una vez más intentó ver su reflejo. Entonces pudo leer el mensaje, “TONTO”, pero seguía sin poder verse.

Indignado rompió el espejo, hiriéndose la mano con una astilla de vidrio. Instintivamente se la llevó a la boca y deslizó su lengua por el hilillo de sangre, que saboreó con gusto. No sospechaba que esa sería la última que probaría en buen tiempo…al menos hasta que pasaran los siete años de mala suerte.

Cuento publicado en la Antología Manos que cuentan, Editorial Dunken, Argentina.