sábado, 7 de noviembre de 2009

LOCURA TEMPORAL


Agua salada… y olas, muchas olas, que con su ir y venir parecían arrullarle. Recordaba la infinidad de veces que el destino la había arrastrado hasta allí. Procuraba guardar los recuerdos bonitos, como cuando de niña acercaba los caracoles a su oído para escuchar la canción del mar. Mientras sus pies iban dejando un caminito sobre la arena tibia, la espuma, juguetona, se empeñaba en borrar sus huellas.

Si pudiera hacer lo mismo conmigo no quiero compañía que ese tipo se largue y no me moleste quiero estar sola lárgate estúpido búscate tu propia playa y déjame sola no quiero sentirme así este dolor no se va quiero morir aquí mismo ahogada me asusta la muerte.

La brisa empezaba a sentirse fría. Ya se vislumbraba la silueta incompleta de la luna. Los bordes del cielo comenzaban a teñirse de gris. Ensimismada en sus pensamientos, no reparaba en nada a su alrededor. Solo la congoja la habitaba y ese deseo febril de muerte que no podía entender. Mientras tanto seguía su paseo unas veces cabizbaja, otras con la mirada perdida en el horizonte.

Las tardes siempre le habían parecido tristes, pero las otoñales aún más. Y ahora le parecía que hacían perfecto juego con su hondo pesar. Subió al tablado, se sentó en un banco y se calzó las sandalias. El borde de su vestido se había humedecido con las salpicaduras de las olas. Respiró profundo. El olor a salitre le llenó los pulmones. En ese momento, una mujer con un niño se le acercó y quiso entablar conversación con ella.

Que le parecerá tan divertido a esta mujer que anda tan sonriente le podría quitar al niño tirarlo por el barandal y que se ahogue a ver si se sigue sonriendo si supiera lo loca que estoy ni se me acercaría como será el papá de ese niño debe ser guapo porque a ella no se parece es fea me largo no tengo motivos para estar feliz me quiero morir que me deje en paz me quiero ir a casa.

Subió a su auto y se alejó de allí lo más rápido que pudo. Quería estar sola con su tristeza. Nuevamente se dejó invadir por aquel delirio y otra vez sintió en sus labios el agua salada que creyó haber dejado atrás. Pero esta vez no se trataba de agua del mar. Ni siquiera sabía por qué lloraba.

Tan pronto llegó a la casa, quiso quitarse esa sensación pegajosa que le había dejado la brisa del mar. Fue retirando sus prendas una a una. Se miró al espejo, se recogió el cabello y se metió a la ducha. Abrió la llave, ajustó la temperatura del agua y se colocó bajo el chorro. Entonces, en la serenidad de cuerpo y mente, reparó en el leve dolor en el vientre mientras un hilillo rojizo se deslizaba por entre sus piernas hasta perderse cañería abajo.

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