sábado, 8 de noviembre de 2008

CRONICA DE UN FALSO HEROE


Quiso contar la historia a su modo y se lo permití, hasta que me percaté del tono en el que lo hacía. Entonces decidí que tenía que detenerlo antes de que me adjudicara hechos falsos amparado en que al final sería mi nombre –y no el suyo- el que saldría enlodado. Y todo porque sabía que no me podía defender.

-¿Cómo puedes ser tan vil? –le espeté furioso–. ¡Confiesa tu crimen! Y ya déjame vivir a la sombra, donde me has sumido.

-¡Calla! Aquí impera mi voluntad y tú nada tienes que hacer ante eso –dijo, intentando convencerse más a sí mismo que a mí.

-¡Sí tengo! No cargaré jamás con tus culpas.

-No sé cómo podrás evitarlo, infeliz.

-Al final no seré yo quien te obligue a confesar. ¡Será ella!

-¿Ella, dices? ¡Ja! Estás loco –se burló divertido–. A ella yo la controlo. Nunca me traicionaría.

-No estés tan seguro de eso…

- Y, ¿qué piensas hacer? Ella no acudirá a tu llamado. Ni siquiera te presta atención. Eres nadie, ¿me entiendes? –se percibía rabia y miedo en su voz.

-Sólo sé que no seré yo quien pase a la historia como un miserable criminal.

El destino nos había enfrentado una tarde en que aquel reportero se había presentado a la casa en la que yo trabajaba para hacerle una entrevista a mi patrona, una vieja actriz retirada a la que todavía la gente veneraba. Durante la entrevista, la señora sufrió un infarto fulminante que en segundos la privó de la vida. Entonces, pensando que nadie lo descubriría, el reportero vio en aquel momento la oportunidad de apropiarse de alguna joya de valor que le proporcionara algún alivio económico. Y en eso lo sorprendí cuando subí a la habitación de la señora a dejar un ramo de flores. Al percatarse de mi presencia se sobresaltó, quiso huir, forcejeamos y yo terminé rodando escalera abajo, abandonando en ese mismo instante el mundo de los vivos. Fue entonces cuando sus ansias de protagonismo lo empujaron a cambiar el orden de los acontecimientos a su favor.

Desde aquel día, cuando intentaba desentenderse del asunto yéndose a dormir, yo no se lo permitía y continuaba recriminándole su proceder sin tregua mientras él daba vueltas en la cama tratando en vano de conciliar el sueño. Así llevábamos ya varias noches cuando ella acudió a mi llamado. Sus palabras, cual agujas, se iban clavando en él. Un rosario de reproches se le vino encima. Yo sabía que ella podía llegar a ser mucho más persuasiva que yo. En fin, ese era su trabajo.

Se levantó de la cama sudoroso, intranquilo, atormentado. Se sentó a la mesa y con los codos apoyados en ella, se cubrió la cara con las manos y comenzó a murmurar frases incoherentes y una que otra grosería. Lo habíamos conmovido. Una mueca de resignación se dibujó en su rostro. Ya no regresó a la cama. Lo vi garabatear en el papel hasta la madrugada. Salió temprano en la mañana. Regresó, empacó sus cosas y se marchó. No volvió a enlodar mi nombre. La falsa historia en la que yo aparecía como el ladrón y él como el héroe recién estrenado fue a parar al cesto de la basura.

Sobre la mesa quedó el borrador de la nota que había entregado esa mañana a la redacción del diario para el que trabajaba. Su título me provocó alivio: CONFESIÓN DE UN ASESINATO INVOLUNTARIO. Al final consiguió lo que siempre había deseado; ser el protagonista. Entonces supe que ella –su conciencia- había dejado de hacerle reproches y se había reconciliado con él. Y yo, que sólo había sido un humilde jardinero, no sería recordado como un despreciable ladrón que había mordido la mano de quien le había dado de comer. Mi asesino había confesado sus crímenes. Por fin mi espíritu descansaría en paz…

7/nov./08
REMR

lunes, 3 de noviembre de 2008

REPUDIADA


Querida:

Al no poder soportar más esta situación, he decidido marcharme. Presentía que tu relación con esa maldita arrastrada de tan baja calaña acabaría con nuestra paz. Ya te había avisado que no te fiaras de ella, pero no escuchaste. Al final ha terminado por envenenarte el alma.

Andas esquiva, ya ni siquiera me permites disfrutar de tu desnudez, ¡a mí, que soy tu marido! Al final has decidido nuestro destino… me has condenado a este abismo de sinsabores. ¿Y que has conseguido? Sólo tu propia ruina. Y ella… se ha quedado riendo, burlándose de nosotros, regodeándose del mal que nos ha causado.

Tristemente hay errores que se pueden cometer sólo una vez, y ya de muy poco te sirve haber aprendido de la experiencia. Siempre extrañaré el hogar que una vez compartimos y las comodidades que ahora nos están vedadas. Pero la suerte está echada. Tú sigue tu camino, que yo seguiré el mío.

Hasta nunca,

Adán

Si ésta hubiera sido su reacción, hoy la historia sería otra, pero no estaríamos aquí para contarla…

DESENCUENTRO


En una de las tantas Salas de Charla que abundan en el mundo virtual, se desarrollaba la siguiente conversación…

icaro314: hola viankasol
viankasol: hola icaro
icaro314: de donde eres?
viankasol: de santa barbara
viankasol: y tu?
icaro314: tambien
viankasol: en serio???
icaro314: si
icaro314: tu edad?
viankasol: 32 y tu? [Ella miente. Tiene 45.]
icaro314: 40 [Realmente tiene 51.]
icaro314: soltera, viuda, divorciada?
viankasol: divorciada
icaro314: yo tanbien
icaro314: acostumbras entrar a esta sala?
viankasol: no, es la primera vez
icaro314: tienes foto? cam?
viankasol: no, y tu? [Fotos tiene, pero no le da la gana de mostrarlas.]
icaro314: yo tampoco

Y así continuaron, amontonando mentiras, cada uno diciendo lo que el otro deseaba escuchar. Escudándose tras el más disoluto anonimato, inventándose un YO que sólo existía al amparo de un monitor y un atropellado tecleo. Enajenándose de la vida real, que con sus vacíos y sus carencias los había orillado a esta recién estrenada existencia virtual en la que, pasando por alto los protocolos, se aproximaban a gente sin rostro, sin pasado. Gente desechable que con un simple clic tenía en sus manos la posibilidad de escapar para siempre al menor indicio de disgusto.

Y así fueron cayendo en su propia trampa, enamorándose perdidamente de un ser idealizado, inexistente, diseñado hábilmente a la medida de sus deseos. ¿Los culpables? Sólo ellos. ¿El vehículo? La fuerza de las palabras.

Cuando las palabras comenzaron a resultar insuficientes, acordaron un encuentro. ¡Menudo desvarío! ¿Cómo sostener tanta mentira? Pero las pasiones que despiertan las palabras – que ya han sido capaces de borrar distancias, de cambiar destinos y de las más atrevidas hazañas – no conocen de cordura. Así pues, se embarcaron en la aventura de dar una mirada furtiva a la realidad.
Acordaron encontrarse en un conocido café en un lugar céntrico de la ciudad en que vivían. Como única seña para ser identificada, Vianka (que nunca dio a conocer su nombre real) quedó en vestir una blusa de color azul turquesa. Icaro, en cambio, vestiría camisa blanca.

En el día señalado, frente al espejo, Vianka se perfumaba. Cuando estuvo a punto de ponerse la blusa turquesa, la asaltaron las dudas. “¿Y si le parezco gorda o fea y me desprecia? ¿Y si es un hombre horrible? No quiero pasar vergüenzas. Iré con otra ropa, echaré una mirada y de acuerdo a lo que vea decidiré si me acerco”. Se puso un traje floreado y se fue a su cita. Entre tanto, Icaro, ya a punto de cruzar la puerta de su casa, se dijo para sus adentros… “Treinta y dos años… le pareceré un viejo. Me despreciará y haré el ridículo. Me pondré otra ropa. Echaré una mirada desde lejos. Luego decidiré si me acerco”.

El café resultó más concurrido de lo esperado a aquella hora de la mañana. Mientras hojeaba el diario, Icaro miraba con disimulo a las mujeres que aparentaban estar solas, esperando encontrarse con la blusa azul turquesa, amparado en el anonimato que le proporcionaba su camisa a rayas. De pronto hizo su entrada una bella mujer de cabellos rubios elegantemente vestida con una delicada blusa turquesa. Icaro se sintió inferior, incapaz de presentarse. Decidió conservar la poca dignidad que le quedaba y marcharse. De camino a la puerta se volvió para dirigirle una última mirada, lo que causó que tropezara de frente con una mujer que caminaba distraída. Después de las consabidas disculpas, el intercambio de frases cordiales y las sonrisas amables, Icaro reparó en la mirada atrayente de aquella mujer, y sintiéndose más relajado, la invitó a tomar un café. Se enfrascaron en un ameno coloquio.

Secretamente, Felipe decidió que ya no quería saber de amoríos por Internet. Sentada frente a él, Sandra juró olvidarse del infeliz que la había plantado mientras seguía con interés la plática de su interlocutor.

DESTIEMPO


Hoy…

Laura se encierra en su cuarto y se acomoda en un sillón. Abre con cuidado el sobre, desdobla el papel y lee. Cada palabra da cuenta de la ilusión con que la escribe su remitente. Una lágrima rueda por su mejilla. El hombre que por tantos años ha amado en secreto acaba de confesarle su amor. Alcanza la foto que tiene en la mesita a su lado. Desliza sus dedos por los contornos de aquella cara mientras las lágrimas resbalan por su rostro y van a estrellarse contra el cristal del marco. Acerca la foto a su pecho y se abandona a un llanto desconsolado.

Ayer…

El sol comenzaba a ocultarse detrás de los montes cuando, desde la ventana de la sala, Laura observó que en la casa de enfrente se estacionaba un vehículo del que se bajaron dos uniformados. Escuchó un grito. El corazón le dio un vuelco. Salió a toda prisa, cruzó la calle, y cuando traspasó la entrada, se encontró con doña Carmen desmayada en brazos de su esposo, mientras éste, con los ojos llorosos y la voz entrecortada, intentaba hacer preguntas.

Uno de los hombres, con la mirada perdida entre las fotos familiares acomodadas sobre una mesa, maldecía para sus adentros ser portavoz de malas noticias, mientras ayudaba a don Pablo a acomodar a su esposa en el sofá. El otro uniformado, colocando su mano en el hombro de aquel padre, le notificaba que su hijo sería condecorado con el Corazón Púrpura. Laura sabía que esa distinción la otorgaban tanto a los muertos, como a los heridos en batalla. Aterrada y temblando, albergó la esperanza de que Javier estuviera todavía con vida.

Anteayer…

A pesar de estar entre tanta violencia, ese día Javier se sentía especialmente feliz. Por fin se había animado a aceptar sus sentimientos. Seguramente la carta estaría por llegar. Habían crecido juntos, pero sólo estando lejos de Laura pudo darse cuenta de que ya no la veía como una simple amiga. En breve saldría a su última misión y pronto estaría de regreso en casa. No hacía otra cosa que imaginar aquel encuentro.

Al partir el convoy, desde su asiento del pasajero, miraba hacia el camino casi sin pestañear. Sabía a lo que ese exponía, pero todo sucedió tan rápido que él nunca se enteró de que el vehículo en que viajaba se precipitó sobre una bomba…

LA FIRMA


Su vida no sería la misma de ahora en adelante. Era un día importante. Llevaba semanas sintiéndose tensa, y a pesar de estar todavía nerviosa, ya se sentía preparada para afrontar lo que le esperaba. Incluso, ya había practicado escribiendo su nueva firma.

Mientras se duchaba, repasaba lo que había sido su vida hasta ese momento y en lo mucho que había cambiado todo en tan poco tiempo. Por fin sería feliz.

Había elegido el ajuar para la ocasión con sumo cuidado. Tuvo el tiempo suficiente para pensar en cada detalle. Se había pintado las uñas de un color discreto. Sus accesorios eran sencillos, pero muy femeninos. Había optado por un collar de perlas que había sido de su abuela.

Se instaló frente al espejo del baño, bolsa de maquillaje en mano, dispuesta a comenzar la transformación. Su cara, de delicados contornos, iba acentuando con cada pincelada la frescura y lozanía de sus veinticinco años. Se miró satisfecha… se sentía bella. Se soltó el cabello y una cascada de rizos castaños se derramó por su espalda.

Cuando estaba a punto de ponerse el vestido, llegó su hermana mayor. Se abrazaron largamente. La ayudó a terminar de arreglarse y juntas abandonaron la habitación. Mientras su hermana llevaba la valija al auto, ella siguió hacia la Administración a terminar con los trámites de rigor.

Sintió que ya era hora de estrenar su nueva firma. Y la hubiera estampado con orgullo en cada papel de no ser porque aún faltaban algunos procesos legales para hacerla oficial. Sólo entonces Alejandro se habría ido para siempre junto con aquella parte de su cuerpo que le resultaba tan molesta y que hacía apenas unos días le habían extirpado. En adelante todos la llamarían Ana Leticia…

CUATRO LETRAS


Se largó sin importarle mi destino. Huyó tras un hombre cualquiera que le prometió el cielo. Tiempo después supe que la tenía viviendo en un estado aún más deplorable que el de aquella pocilga que llamábamos casa. Y a mí qué podía importarme que se fuera, si para mí no significaba nada. Hoy puedo decir que jamás tuve una madre. Siempre viví a mi suerte. Ella no sabía hacer otra cosa que quejarse de todo. Nunca hizo nada por mejorar. Se sumió en el desconsuelo de una vida miserable y me arrastró con ella. Creo que de cierto modo me echaba la culpa de su desgracia. Hasta llegué a escucharla musitar que yo no debí haber nacido. Desde aquel amargo día sólo podía sentir desprecio por aquella mujer. Casi fue un alivio que desapareciera de mi vida.

Entonces quedé sola con mi padre. Siempre ebrio, gritando por todo. Pareció no echarla de menos. Cuando lo sentía llegar en las noches maldiciendo, cerraba la puerta, me ocultaba en una esquina del cuarto infestado de ratas y cerraba fuertemente los ojos aguantando las ganas de gritar. Al principio, mientras encontrara un plato de comida y no me le cruzara enfrente, todo marchaba soportable. Pero con el tiempo empezó a exigir mi presencia. Me ordenaba que me sentara en el sillón y se sentaba a mi lado. Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para soportar su mal olor y aquel fétido aliento a alcohol.

Una de aquellas noches en que llegó más tarde que de costumbre, entró a mi cuarto y me fingí dormida para que me dejara en paz. Lo sentí sentarse al borde de mi cama y alargar la mano hasta tocar mi pierna. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Traté de disimular mi temblor y mi asco cuando se me echó encima. Sentía sus sucias manos recorrer incestuosamente mi cuerpo de niña. De pronto sentí ganas de vomitar y ya no pude más. Aproveché su falta de fuerzas por la ebriedad, y de un empujón me lo quité de encima. Cayó al suelo y aproveché para escapar.

Corrí cuanto pude hasta que las fuerzas me abandonaron. Me senté a llorar en la esquina de un callejón húmedo y oscuro de aquel barrio de mala muerte al que me había llevado el azar. Mis sollozos fueron escuchados por una mujer que sacó medio cuerpo por la ventana de uno de aquellos edificios. Me preguntó si me podía ayudar. Yo negué con la cabeza, pero la mujer no me hizo caso y bajó hasta donde yo estaba. Vestía un traje muy pomposo, cosa que me pareció rara a aquellas horas de la noche. Me envolvió en un chal y se puso a hacerme preguntas que no respondí. Se ofreció a darme albergue, y como no tenía más opciones me dejé conducir por ella.

El alboroto se escuchaba desde la calle. El recinto estaba atestado de gente, parecía un ambiente muy alegre. Me cruzó a toda prisa por el salón y me llevó a una habitación sencilla pero bien arreglada. Allí me dejó y se marchó. Me acosté en la cama abrazando mis rodillas, temerosa, pero agradecida de la paz momentánea de la que disfrutaba. No me parecía que en un lugar como aquel pudieran vivir ratas. Ya comenzaba a clarear cuando cesó el alboroto y me dormí.

Desde aquel día empecé a ganarme el pan con el sudor de mi frente, a pesar de que sólo tenía 13 años. Mi trabajo era limpiar, y lo hacía con gusto, pues por primera vez en la vida sentía lo que era vivir en paz. En aquel edificio vivía un grupo de mujeres solas que se pasaban la vida de fiesta. Cada día al ponerse el sol llegaban cantidad de hombres a jugar, beber y divertirse. Y aunque no estaba acostumbrada a ese ambiente, lo aceptaba como mi nueva realidad sin preguntar. Cuando acababa mis tareas tomaba algún libro prestado de los que tenía la señora en un estante y me retiraba a mi cuarto a leer o a recortar fotos de los artistas de la época de algún viejo diario hasta que me vencía el sueño. Tal como la señora me había indicado, le echaba la llave a la puerta y no volvía a salir hasta la mañana. Pero una de aquellas noches las cosas cambiaron para mí.

Esa noche sentí sed y bajé a la cocina. Como de costumbre, reinaba la música estridente, la risa, el humo y aquel ambiente festivo. Tomé un vaso de agua y subí de prisa a mi pieza sin ser vista, o eso creí. Cuando abrí la puerta sentí de pronto un empujón que me hizo caer de bruces. A mi lado se estrelló el vaso y el líquido se regó por todo el suelo. No entendía lo que pasaba pero aún así intenté huir sin hacer caso de los vidrios que se incrustaban en mis pies. Intenté llegar a la puerta, pero sólo logré ser sujetada con brusquedad y arrojada a la cama. Mis gritos eran imposibles de escuchar en medio de aquel habitual alboroto. Supe que estaba perdida.

Nuevamente volví a sentir el asco por el aliento a alcohol, repugnancia por aquellas caricias sucias. Mi cuerpo no dejaba de temblar, pero esta vez un nuevo sentimiento se apoderó de mí. Sentía una inmensa rabia. Sabía que era inútil luchar, por lo que me abandoné al instinto animal de mi atacante. Una rabia efervescente me crecía en el pecho mientras aquel cerdo saciaba en mi cuerpo sus deseos. Sus frenéticos movimientos y sus continuos gemidos no hacían más que acentuar en mí aquella ira que ni siquiera el dolor físico de haber sido deshonrada lograba aplacar.

Cuando por fin se quedó inmóvil sobre mi cuerpo, un rayo de luna entró por la ventana y atrajo mi atención al filo de las tijeras en la mesa de noche. Alargué la mano, las tomé, y sin pensarlo dos veces las clavé en la espalda de aquella bestia. Atinó a levantar la cabeza y con un sordo quejido se dejó caer nuevamente a un lado de la cama. Salté por encima del cuerpo y corrí a la sala. Y allí en medio de todos me detuve, con la mano y el camisón ensangrentados. Cesó la música, la algarabía. La señora despidió a la carrera a todo mundo mientras las muchachas me hacían rueda. Se me acercó, me llevó de la mano a una silla. Le expliqué lo sucedido. Deslizó su mano por mis cabellos y me contó que aquel cretino era una figura importante, que debía huir para no ir presa.

Aquella misma noche acabó mi paz. Tuve que irme, todo lo lejos que pude. Ella me dio el dinero suficiente para vivir por un tiempo. Pero al acabarse el dinero, tuve que empezar de nuevo a ganarme el pan. Ya no duermo en un cuartito apartado. Y ya no paso las noches sola. Por cierto, se me ha vuelto costumbre soportar el aliento a alcohol y más de una vez he tenido que aguantar a cerdos como aquel…