lunes, 3 de noviembre de 2008

CUATRO LETRAS


Se largó sin importarle mi destino. Huyó tras un hombre cualquiera que le prometió el cielo. Tiempo después supe que la tenía viviendo en un estado aún más deplorable que el de aquella pocilga que llamábamos casa. Y a mí qué podía importarme que se fuera, si para mí no significaba nada. Hoy puedo decir que jamás tuve una madre. Siempre viví a mi suerte. Ella no sabía hacer otra cosa que quejarse de todo. Nunca hizo nada por mejorar. Se sumió en el desconsuelo de una vida miserable y me arrastró con ella. Creo que de cierto modo me echaba la culpa de su desgracia. Hasta llegué a escucharla musitar que yo no debí haber nacido. Desde aquel amargo día sólo podía sentir desprecio por aquella mujer. Casi fue un alivio que desapareciera de mi vida.

Entonces quedé sola con mi padre. Siempre ebrio, gritando por todo. Pareció no echarla de menos. Cuando lo sentía llegar en las noches maldiciendo, cerraba la puerta, me ocultaba en una esquina del cuarto infestado de ratas y cerraba fuertemente los ojos aguantando las ganas de gritar. Al principio, mientras encontrara un plato de comida y no me le cruzara enfrente, todo marchaba soportable. Pero con el tiempo empezó a exigir mi presencia. Me ordenaba que me sentara en el sillón y se sentaba a mi lado. Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para soportar su mal olor y aquel fétido aliento a alcohol.

Una de aquellas noches en que llegó más tarde que de costumbre, entró a mi cuarto y me fingí dormida para que me dejara en paz. Lo sentí sentarse al borde de mi cama y alargar la mano hasta tocar mi pierna. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Traté de disimular mi temblor y mi asco cuando se me echó encima. Sentía sus sucias manos recorrer incestuosamente mi cuerpo de niña. De pronto sentí ganas de vomitar y ya no pude más. Aproveché su falta de fuerzas por la ebriedad, y de un empujón me lo quité de encima. Cayó al suelo y aproveché para escapar.

Corrí cuanto pude hasta que las fuerzas me abandonaron. Me senté a llorar en la esquina de un callejón húmedo y oscuro de aquel barrio de mala muerte al que me había llevado el azar. Mis sollozos fueron escuchados por una mujer que sacó medio cuerpo por la ventana de uno de aquellos edificios. Me preguntó si me podía ayudar. Yo negué con la cabeza, pero la mujer no me hizo caso y bajó hasta donde yo estaba. Vestía un traje muy pomposo, cosa que me pareció rara a aquellas horas de la noche. Me envolvió en un chal y se puso a hacerme preguntas que no respondí. Se ofreció a darme albergue, y como no tenía más opciones me dejé conducir por ella.

El alboroto se escuchaba desde la calle. El recinto estaba atestado de gente, parecía un ambiente muy alegre. Me cruzó a toda prisa por el salón y me llevó a una habitación sencilla pero bien arreglada. Allí me dejó y se marchó. Me acosté en la cama abrazando mis rodillas, temerosa, pero agradecida de la paz momentánea de la que disfrutaba. No me parecía que en un lugar como aquel pudieran vivir ratas. Ya comenzaba a clarear cuando cesó el alboroto y me dormí.

Desde aquel día empecé a ganarme el pan con el sudor de mi frente, a pesar de que sólo tenía 13 años. Mi trabajo era limpiar, y lo hacía con gusto, pues por primera vez en la vida sentía lo que era vivir en paz. En aquel edificio vivía un grupo de mujeres solas que se pasaban la vida de fiesta. Cada día al ponerse el sol llegaban cantidad de hombres a jugar, beber y divertirse. Y aunque no estaba acostumbrada a ese ambiente, lo aceptaba como mi nueva realidad sin preguntar. Cuando acababa mis tareas tomaba algún libro prestado de los que tenía la señora en un estante y me retiraba a mi cuarto a leer o a recortar fotos de los artistas de la época de algún viejo diario hasta que me vencía el sueño. Tal como la señora me había indicado, le echaba la llave a la puerta y no volvía a salir hasta la mañana. Pero una de aquellas noches las cosas cambiaron para mí.

Esa noche sentí sed y bajé a la cocina. Como de costumbre, reinaba la música estridente, la risa, el humo y aquel ambiente festivo. Tomé un vaso de agua y subí de prisa a mi pieza sin ser vista, o eso creí. Cuando abrí la puerta sentí de pronto un empujón que me hizo caer de bruces. A mi lado se estrelló el vaso y el líquido se regó por todo el suelo. No entendía lo que pasaba pero aún así intenté huir sin hacer caso de los vidrios que se incrustaban en mis pies. Intenté llegar a la puerta, pero sólo logré ser sujetada con brusquedad y arrojada a la cama. Mis gritos eran imposibles de escuchar en medio de aquel habitual alboroto. Supe que estaba perdida.

Nuevamente volví a sentir el asco por el aliento a alcohol, repugnancia por aquellas caricias sucias. Mi cuerpo no dejaba de temblar, pero esta vez un nuevo sentimiento se apoderó de mí. Sentía una inmensa rabia. Sabía que era inútil luchar, por lo que me abandoné al instinto animal de mi atacante. Una rabia efervescente me crecía en el pecho mientras aquel cerdo saciaba en mi cuerpo sus deseos. Sus frenéticos movimientos y sus continuos gemidos no hacían más que acentuar en mí aquella ira que ni siquiera el dolor físico de haber sido deshonrada lograba aplacar.

Cuando por fin se quedó inmóvil sobre mi cuerpo, un rayo de luna entró por la ventana y atrajo mi atención al filo de las tijeras en la mesa de noche. Alargué la mano, las tomé, y sin pensarlo dos veces las clavé en la espalda de aquella bestia. Atinó a levantar la cabeza y con un sordo quejido se dejó caer nuevamente a un lado de la cama. Salté por encima del cuerpo y corrí a la sala. Y allí en medio de todos me detuve, con la mano y el camisón ensangrentados. Cesó la música, la algarabía. La señora despidió a la carrera a todo mundo mientras las muchachas me hacían rueda. Se me acercó, me llevó de la mano a una silla. Le expliqué lo sucedido. Deslizó su mano por mis cabellos y me contó que aquel cretino era una figura importante, que debía huir para no ir presa.

Aquella misma noche acabó mi paz. Tuve que irme, todo lo lejos que pude. Ella me dio el dinero suficiente para vivir por un tiempo. Pero al acabarse el dinero, tuve que empezar de nuevo a ganarme el pan. Ya no duermo en un cuartito apartado. Y ya no paso las noches sola. Por cierto, se me ha vuelto costumbre soportar el aliento a alcohol y más de una vez he tenido que aguantar a cerdos como aquel…

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