
Miró en la dirección en la que, minutos antes, se dirigía el bus. No se vislumbraba ningún poblado hasta donde la vista alcanzaba. Y eso, unido a que desconocía la ruta, lo hicieron desistir de continuar a pie. Se sentó a la orilla del camino bajo el inclemente sol, que ya casi se situaba en mitad del cielo. Aquel inhóspito tramo del recorrido era el peor lugar para quedar varado; un punto cualquiera en medio de la nada. Tendría que apelar a la buena voluntad de algún lugareño.
Hacía tanto tiempo que deseaba visitar aquel país suramericano que, cuando vio la oferta en la sección de viajes del diario, no se pudo resistir. El bus iba repleto de turistas emocionados que, cámara en mano, se dedicaban a inmortalizar en sus memorias digitales cuanto paisaje hechizante se les cruzaba enfrente. Iban tan distraídos que ninguno se percató del repentino color verdoso que adquiría la piel del conductor, ni del rostro desencajado que se reflejaba en el espejo retrovisor.
Sin una mano hábil que lo controlara por aquella serpenteante vía, el bus se precipitó por uno de los tantos barrancos de la ruta, dando infinidad de vueltas en su caída.
Él no supo cómo llegó de vuelta a la carretera. Necesitaba un aventón. Esperaba impaciente a que algún conductor le hiciera el favor de llevarlo de regreso al hotel. Y a pesar de que se lanzaba sobre los escasos coches que pasaban, nadie parecía verlo…